La alfombra roja

Él sabía que se iba a morir.
Bueno, todos sabemos que nos vamos a morir, pero a él le llegó la infatigable certeza de la muerte el preciso momento que hundió su aburrimiento en los pálidos ojos de adriana. No la conocía, nunca la había visto, no sabía nada de ella. Mucho menos entendía de la valentía necesaria para emitir un misero sonido en su defensa. Y sin embargo, como un amanecer distante, ese segundo de luz infame fue suficiente para que cada célula de su cuerpo entrara en la razón profunda que entrega la sapiencia suma del resplandecer salvaje: el día que él se enamorara de ella, sus días estarían contados, sus meses serían pocos, sus horas se contendrían en un tic tac extenuante.
No se preocupó, porque aunque el destino se le presentaba como una alfombra roja con sus pies marcados en ella, la lógica del asunto era superior que cualquier presentimiento pusilánime. ¿Cómo podría acaso desenredarse la telaraña de sucesos incalculables para que ellos incluso cruzaran más que una mirada sin rostro en la lotería de encuentros fortuitos que se presenta a diario?
Así pasaron los años. Amores llegaron, amores se fueron, amores quedaron. Las muchas palabras, los todos sucesos, los increíbles pensamientos. La imagen de aquella ingrata extraña que no alcanzó ni a arañar el recuerdo de su aliento y fue mutando a un flácido imaginario de su juventud. Y aunque para él era completamente cierto y lógico que el amor hacia esa desconocida le propiciaría la muerte, las probabilidades del encuentro eran tan extenuantemente lejanas, que a medida que la arena se iba escurriendo en su cápsula de cristal una extraña sensación de holgura y comodidad se fueron acentuando en su entraña. Algo así como la risa prepotente de la inmortalidad.
Todo esto cambió de repente.
Una mañana desprovista de inclinaciones o veleros, un terrible dolor abdominal hizo que bernardo despertara a las palomas del campanario con sus alaridos. Media hora más tarde, en presencia de un vecino médico, dos bomberos, el portero del edificio, tres palomas en la ventana y los infelices ojos de su pez dorado, los dolores desaparecieron. En el mientras tanto, había emanado de su ser tal cantidad de basura, fluidos e improperios, que el párroco comunal venía ya doblando la esquina con una estaca de madera en la mano.
Mientras se reponía del encuentro con el infierno, bernardo no podía dejar de pensar en adriana. Y por más que forcejeaba esa puerta no encontraba como abrir dicho recuerdo. Sabía que había ocurrido, tenía clara la sensación de su rostro, certeza de la fatalidad del encuentro. Pero miles de años de inutilización habían prohibido que las piezas se juntaran. A medida que las recomendaciones del vecino se iban aglomerando en su oído izquierdo y él se acariciaba torpe el lugar del suceso, sus ojos se desbarataban en encontrar algún rastro fortuito que le sacara de la ignorancia rancia. No quería morir, y para él, su única alternativa era encontrarla a ella, a adriana, su fatal coincidencia.
De ahí en adelante su vida se volvió un alternar entre los ataques supremos de dolor infalible, los cuales eran cada vez más frecuentes y profundos, y la reconstrucción inequívoca de aquella lejana de cabellos solos y ojos cautivos que se había atravesado en su vida, sólo por el gusto de brindarle la asquerosa muerte.
Y así, ante la angustia que presume la persecución del fantasma esquivo del final supremo, bernardo fue armando alrededor de adriana un laberinto completo de ajustes y precisiones, memorias, juicios y deducciones, hasta el punto de saber exactamente quién era, cómo se llamaba y a qué sabían sus palabras.
Lo que él no cayó en cuenta, es que a medida que iba acumulando los detalles ínfimos de la personalidad esquiva de aquella sombra del destinar del universo, sin quererlo, o quizás queriéndolo pero sin aceptarlo, poco a poco bernardo se iba enamorando sin locura  pero con la seguridad del viento, de aquella espléndida mujer por la cual estaría dispuesto a entregar su último aliento.
La verdad, adriana se había muerto tres meses después del encuentro, cuando una bicicleta desprevenida la arrojó sin intención de un puente solo a metros y minutos de un segundo encuentro con bernardo, sin que él o ella tuvieran la menor idea del suceso.
La verdad, adriana no era ni sombra de lo que bernardo había imaginado, hasta el punto de llamarse María Alejandra Ramirez Vega, vivir en otra ciudad y de tener una vida enmarcada en la ausencia de temores o aventuras lejanas.
La verdad, bernardo murió escupiendo su nombre (adriana), promulgando su amor entre la baba verde y el dolor sin sustento, creyendo hasta la muerte en el destino estúpido de aquel insulso encuentro.