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Ismael era lo que llamamos un tipo refinado. Gentil y certero en sus formas, fino y elegante en su caminar. Sus principios, rígidos como un monumento viejo e intocable erigido a la feroz constancia de sus padres, su voluntad, sólida como el sustento sobre el cual caminaba. No existía mal que él no anticipara, ni desliz que él permitiera. El mundo para él, se desenvolvía segundo a segundo bajo el escenario estricto en unas leyes bienaventuradas de trasfondo divino, que ningún hombre tenía derecho o argumento supremo para intentar cambiar.
Alberto por el contrario, era un arco iris de emociones al galope triste, refundido en el significado de los sueños contrarios y la errancia de la poesía mística. Sus ademanes no tenían sentido, y sus pensamientos saltaban con tanta audacia de un tema al otro, que cualquier espectador distraído hubiera confundido el discurso fantástico de aquél quijote de los molinos, con la jerigonza barata de los dicharacheros de un circo.
Sin embargo, el día que se encontraron, ambos aterrizaron unísonos en el estupor de un clima incoherente. Sintonizaron la misma frecuencia de asombro, porque aunque no se conocían, su vestimenta era un reflejo contrario pero idéntico, de un modelo exacto pero traducido en un estilo distinto. Bluyín, camisa azul, chaqueta negra y tenis, cada uno descifrado de acuerdo a su propia sinergia sintética con la moda. Pero, no fue únicamente eso lo que los detuvo minutos largos en el bullicio de la trashumancia de la madrugada gris. Esa fue la menor de sus preocupaciones. Resultó ser que físicamente eran idénticos. Sus ojos revelaban el mismo ocre miel de las galletitas de cinco pesos de las tiendas baratas. Sus labios propinaban igual candor a las muchachas inesperadas. El contorno de su barba, el color de sus pestañas, el olor de su voz y la resequedad de su aliento, todo parecía una pieza calcada de un molde frío bajado del fragor de las montañas. Era tan impresionante la similitud de su apariencia, que los transeúntes hormigas saltarinas empezaron a disminuir el contorno de sus pasos y a sostener atónitos el estupor de su mirada, ante aquella escena insólita que desdibujaba la rutina pasajera. No faltó quien capturara la película en su celular alternativo, o aquel que esperaba ya depositar la limosna enérgica en lo que consideraba una representación distinta de los teatreros urbanos de turno. Los minutos sortearon el encuentro, hasta que uno de los dos tomó la decisión insólita de continuar su camino, sin que antes ambos se fundieran por completo en una mirada incrédula pero fraterna, en la que no comprendieron cada uno desde su mundo, que nunca y para siempre, sus vidas volverían a continuar al mismo ritmo.
Esa tarde, el vice presidente de asuntos importantes y financieros de la corporación colombiana de compras y servicios, Ismael Aranda, se detuvo un minuto en su presentación gerencial ante la junta directiva, para preguntarse públicamente por qué las luces de agosto no tenían el brillo formal del calor de septiembre, mientras que su contra parte, el instruido y carismático vendedor de libros, Alberto Ordoñez, encontraba un sin sentido los inmensos grafitis tristes del puente de la carrera novena con calle cien. Ambos hechos, aunque inusuales, pasaron luego inadvertidos por ambos personajes en su aventura ínfima, y no concluyeron en ellos el lento devenir del destino cruzado del encuentro fortuito que nunca debió ocurrir, ni conectaron su mirada profunda con lo que cualquiera pudiera considerar un errar de la providencia exacta.
Como un par de ondas sinusoidales en busca de sincronismo, lenta pero contundentemente, la formalidad y eficiencia del uno, se fue transformando en jardín espeso pero apacible, donde las abejas milenarias empezaron a tejer las historias de sus enanos grises, amparadas en sendos hilos de colores miles. En cambio de igual manera y en sentido contrario, los viajes espaciales y fantásticos del otro, fueron postergados minutos cientos, mientras se confirmaba por el temido departamento de contabilidad personal, que la viabilidad de aquellos vuelos imaginarios estuviera de acuerdo a la recientemente propuesta y decretada política de ajuste presupuestal.
Y así, mientras las gotas de lluvia escurrían el jardín del que iba y embadurnaban los cuadros, papeles y formatos del que venía, llegaba la hora y el momento que ambos no eran más que dos productos clones de una genética libre, hasta tal punto que sus palabras, pensamientos, dolores, chistes y redenciones, ocurrían a la misma hora y de la misma manera, sin que ninguno se diera por enterado del acontecer del otro. Incluso, tomaron el mismo avión a la misma hora, y sentados en puestos simétricos y opuestos volaron hacia algo que no era su destino, sin que tuvieran tiempo de reaccionar y hablar de la ironías inconclusas de la vida, como la del cuento aquel de dos gemelos que sin serlo, encontraron la felicidad tomando del otro el espacio necesario y ajeno que los llevaría a encontrar el tiempo y las ilusiones perdidas, y como no, la que ahora es, su inminente y desesperada muerte.