Tres clavos

Él sabia, que la decepción de su padre no provenía de la falta de rigor lógico ante la tentación suave, sino que emanaba de la más grave falta que cualquier hijo incrédulo proporciona a su tutor precavido: la desobediencia rasa. Esta mal interpretación, le parecía, seguro se traduciría en siglos y siglos de angustias duras y versículos revueltos.
Pero no era esta hora de ajustar cuentas o enmendar enredos literarios. Su muñeca izquierda palpitaba en un dolor sacro desproporcionado, que se mezclaba con el miedo de su sangre y el fulgor de la muerte próxima. Ya había dejado atrás el irremediable y penetrante tormento de las heridas de su espalda, y la corona de espinas había logrado postrarse en su cabeza de manera tal, que no sentía más que una incomodidad pasajera como quien convive con una pieza de ropa sobre ajustada.
A medida que los martillazos amplificaban su tortura de manera despiadada, sus apóstoles comentaban a la lejanía que cómo era que un ser humano que había sido capaz de alimentar hordas de escuálidos seguidores con dos peces, medio pan y un vaso de vino, soportara tanta crueldad sin gestionar medio milagro atravesado. Algunos hicieron conjeturas sobre la grandeza de soportar las tentaciones miserables, o sobre la entereza de llevar en su muerte la redención necesaria. Sin embargo, Pedro, su mejor confidente, amigo y compañero de rumba, tenía claro la razón de su infinita apatía: el desamor.
Habían pasado cuarenta penosos días desde que María la Magdalena le había confesado a Jesús el Cristo, que ella había sucumbido ante la belleza inmediata de Judas el Iscariote, y le había hecho el amor de manera desenfrenada y enérgica mientras miles de aldeanos se agrupaban alrededor de los hermosos sermones.
Cuarenta días en que Jesús el Cristo había ahogado su pena, furia y dolor en los desiertos del vecindario. Había detenido el tiempo, secado ríos e incendiado nubes. Había construido castillos de oro y lluvias de dinosaurios, e incluso, había transformado a siete prostitutas a imagen y semejanza de maría la magdalena, buscando algo de protección en la lujuria desenfrenada. Nada le había calmado el corazón.
Por eso, cuando los soldados romanos lo arrestaron, llevaron, torturaron y pusieron encima de una cruz, él no había emanado palabra, obra o emisión. Simplemente no encontraba otra salida al infalible dolor del alma.
Finalmente, mientras la sangre de su muñeca izquierda había palidecido y su cuerpo cansado empezaba a sucumbir a la inminente muerte, un dios hecho hombre descubría que labrar la tierra con angustia, buscar el alimento con dificultad y parir los hijos con dolor, no eran un crédulo castigo para una raza de seres que vive y muere por el simple, llano y bendito amor.