La mañana del sol

Anoche tuve un sueño.
Estaba encerrado en una esfera de cristal mientras una arena suave, cremosa y brillante me abrazaba los pies a medida que se iba diluyendo y desapareciendo de forma misteriosa.
El bus de la mañana no le hace remedo. Sigo encerrado, pero esta vez por una manada de zombies pre históricos, inmersa su idiotez en exprimirle gotas de emoción y significado a sus teléfonos celulares.
La vida es un absurdo. No es más que un accidente interestelar aplacado por una sopa de pánico y entendimiento. Quizás el sexo sea la bendición, reminiscencia salvaje del amor soberano. Aunque al igual, es una trampa interpuesta ahí por la genética del momento.
El sol de la mañana nos sigue con su candor y sin embargo (¿más?), una nube de odio y recelo intenta opacar su canto de alegría. El odio y recelo de los zombies que nunca aprendieron a ser hombres. Sigo con ellos su camino y su caminar. Nadie sabe para donde va. Nadie sabe del porqué existe. Nadie es capaz de detener el paso y preguntarse a donde putas nos llevan. Gritar extasiado, que es esta burla infame del presente, que nos sumerge y aplasta en estas palabras sordas, en este puto mundo ciego, en este sentir del infierno.
Cierro los ojos y despierto.
Prendo el computador, y me pongo a trabajar.

La alfombra roja

Él sabía que se iba a morir.
Bueno, todos sabemos que nos vamos a morir, pero a él le llegó la infatigable certeza de la muerte el preciso momento que hundió su aburrimiento en los pálidos ojos de adriana. No la conocía, nunca la había visto, no sabía nada de ella. Mucho menos entendía de la valentía necesaria para emitir un misero sonido en su defensa. Y sin embargo, como un amanecer distante, ese segundo de luz infame fue suficiente para que cada célula de su cuerpo entrara en la razón profunda que entrega la sapiencia suma del resplandecer salvaje: el día que él se enamorara de ella, sus días estarían contados, sus meses serían pocos, sus horas se contendrían en un tic tac extenuante.
No se preocupó, porque aunque el destino se le presentaba como una alfombra roja con sus pies marcados en ella, la lógica del asunto era superior que cualquier presentimiento pusilánime. ¿Cómo podría acaso desenredarse la telaraña de sucesos incalculables para que ellos incluso cruzaran más que una mirada sin rostro en la lotería de encuentros fortuitos que se presenta a diario?
Así pasaron los años. Amores llegaron, amores se fueron, amores quedaron. Las muchas palabras, los todos sucesos, los increíbles pensamientos. La imagen de aquella ingrata extraña que no alcanzó ni a arañar el recuerdo de su aliento y fue mutando a un flácido imaginario de su juventud. Y aunque para él era completamente cierto y lógico que el amor hacia esa desconocida le propiciaría la muerte, las probabilidades del encuentro eran tan extenuantemente lejanas, que a medida que la arena se iba escurriendo en su cápsula de cristal una extraña sensación de holgura y comodidad se fueron acentuando en su entraña. Algo así como la risa prepotente de la inmortalidad.
Todo esto cambió de repente.
Una mañana desprovista de inclinaciones o veleros, un terrible dolor abdominal hizo que bernardo despertara a las palomas del campanario con sus alaridos. Media hora más tarde, en presencia de un vecino médico, dos bomberos, el portero del edificio, tres palomas en la ventana y los infelices ojos de su pez dorado, los dolores desaparecieron. En el mientras tanto, había emanado de su ser tal cantidad de basura, fluidos e improperios, que el párroco comunal venía ya doblando la esquina con una estaca de madera en la mano.
Mientras se reponía del encuentro con el infierno, bernardo no podía dejar de pensar en adriana. Y por más que forcejeaba esa puerta no encontraba como abrir dicho recuerdo. Sabía que había ocurrido, tenía clara la sensación de su rostro, certeza de la fatalidad del encuentro. Pero miles de años de inutilización habían prohibido que las piezas se juntaran. A medida que las recomendaciones del vecino se iban aglomerando en su oído izquierdo y él se acariciaba torpe el lugar del suceso, sus ojos se desbarataban en encontrar algún rastro fortuito que le sacara de la ignorancia rancia. No quería morir, y para él, su única alternativa era encontrarla a ella, a adriana, su fatal coincidencia.
De ahí en adelante su vida se volvió un alternar entre los ataques supremos de dolor infalible, los cuales eran cada vez más frecuentes y profundos, y la reconstrucción inequívoca de aquella lejana de cabellos solos y ojos cautivos que se había atravesado en su vida, sólo por el gusto de brindarle la asquerosa muerte.
Y así, ante la angustia que presume la persecución del fantasma esquivo del final supremo, bernardo fue armando alrededor de adriana un laberinto completo de ajustes y precisiones, memorias, juicios y deducciones, hasta el punto de saber exactamente quién era, cómo se llamaba y a qué sabían sus palabras.
Lo que él no cayó en cuenta, es que a medida que iba acumulando los detalles ínfimos de la personalidad esquiva de aquella sombra del destinar del universo, sin quererlo, o quizás queriéndolo pero sin aceptarlo, poco a poco bernardo se iba enamorando sin locura  pero con la seguridad del viento, de aquella espléndida mujer por la cual estaría dispuesto a entregar su último aliento.
La verdad, adriana se había muerto tres meses después del encuentro, cuando una bicicleta desprevenida la arrojó sin intención de un puente solo a metros y minutos de un segundo encuentro con bernardo, sin que él o ella tuvieran la menor idea del suceso.
La verdad, adriana no era ni sombra de lo que bernardo había imaginado, hasta el punto de llamarse María Alejandra Ramirez Vega, vivir en otra ciudad y de tener una vida enmarcada en la ausencia de temores o aventuras lejanas.
La verdad, bernardo murió escupiendo su nombre (adriana), promulgando su amor entre la baba verde y el dolor sin sustento, creyendo hasta la muerte en el destino estúpido de aquel insulso encuentro.

Debería

No soy nada, no soy nadie. No soy más que un amasijo de carne, huesos, pasiones e imaginarios, flotando en la inmensidad etérea del caribe atlántico.
Veo en la televisión a un hombre hermoso hacer un gol con el estilo y la fluidez de un pintor sin hambre. Su fuego causa admiración y envidia, y más sin embargo, me parece que su arte no es más que el ridículo reflejo de una raza sin suerte ni futuro. Su gloria se me hace inocua, estúpida e inmarcesible. Y no quiero decir que sea inmarcesible como eterna o inmarchitable. Quiero decir inmarcesible como profunda y empalagosamente inmamable como el himno nacional.
Sigo quieto a la merced de las olas sin trascendencia. Abro los ojos para descubrir un horizonte amarillo, turbio e irreconocible. Una visión certera del que hacer de los hombres.
Un gordo hediondo de dos mil kilos baila con la barriga al aire, con una peluca sucia y con el aliento fuerte a aguardiente picho, los éxitos recuerdos de shakira mebarak de barranquilla. Qué asco. Quién será más podrido, el arte vicioso de este pobre huevón, que un aparente modelar de caderas y ridículo se gana tres pesos para seguir hundiendo su inoficioso respirar en el polvo blanco del esplendor humano, o los cinco imbéciles que cagados de la risa le aplauden y sonríen. ¿Qué pretenden todos? ¿Cuál es el objeto de toda esta farsa? ¿Somos esto tu fantástico producto, dios de los ejércitos?
Ya no aguanto más. Mi cuerpo grita por fortalecerse con una cuantas moléculas de oxígeno. Debería ser más fuerte. Debería mantener por siempre mi cabeza hundida en este mar de lágrimas y heridas, y no salir nunca jamás. Debería silenciar por siempre los gritos de mi madre, del gato, de mi sombra. Debería ahogarme de angustia. Debería ahogar mis gritos con tu dolor. Debería llorar mis sueños hasta verlos florecer. Debería vivir.


A e I

Ismael era lo que llamamos un tipo refinado. Gentil y certero en sus formas, fino y elegante en su caminar. Sus principios, rígidos como un monumento viejo e intocable erigido a la feroz constancia de sus padres, su voluntad, sólida como el sustento sobre el cual caminaba. No existía mal que él no anticipara, ni desliz que él permitiera. El mundo para él, se desenvolvía segundo a segundo bajo el escenario estricto en unas leyes bienaventuradas de trasfondo divino, que ningún hombre tenía derecho o argumento supremo para intentar cambiar.
Alberto por el contrario, era un arco iris de emociones al galope triste, refundido en el significado de los sueños contrarios y la errancia de la poesía mística. Sus ademanes no tenían sentido, y sus pensamientos saltaban con tanta audacia de un tema al otro, que cualquier espectador distraído hubiera confundido el discurso fantástico de aquél quijote de los molinos, con la jerigonza barata de los dicharacheros de un circo.
Sin embargo, el día que se encontraron, ambos aterrizaron unísonos en el estupor de un clima incoherente. Sintonizaron la misma frecuencia de asombro, porque aunque no se conocían, su vestimenta era un reflejo contrario pero idéntico, de un modelo exacto pero traducido en un estilo distinto. Bluyín, camisa azul, chaqueta negra y tenis, cada uno descifrado de acuerdo a su propia sinergia sintética con la moda. Pero, no fue únicamente eso lo que los detuvo minutos largos en el bullicio de la trashumancia de la madrugada gris. Esa fue la menor de sus preocupaciones. Resultó ser que físicamente eran idénticos. Sus ojos revelaban el mismo ocre miel de las galletitas de cinco pesos de las tiendas baratas. Sus labios propinaban igual candor a las muchachas inesperadas. El contorno de su barba, el color de sus pestañas, el olor de su voz y la resequedad de su aliento, todo parecía una pieza calcada de un molde frío bajado del fragor de las montañas. Era tan impresionante la similitud de su apariencia, que los transeúntes hormigas saltarinas empezaron a disminuir el contorno de sus pasos y a sostener atónitos el estupor de su mirada, ante aquella escena insólita que desdibujaba la rutina pasajera. No faltó quien capturara la película en su celular alternativo, o aquel que esperaba ya depositar la limosna enérgica en lo que consideraba una representación distinta de los teatreros urbanos de turno. Los minutos sortearon el encuentro, hasta que uno de los dos tomó la decisión insólita de continuar su camino, sin que antes ambos se fundieran por completo en una mirada incrédula pero fraterna, en la que no comprendieron cada uno desde su mundo, que nunca y para siempre, sus vidas volverían a continuar al mismo ritmo.
Esa tarde, el vice presidente de asuntos importantes y financieros de la corporación colombiana de compras y servicios, Ismael Aranda, se detuvo un minuto en su presentación gerencial ante la junta directiva, para preguntarse públicamente por qué las luces de agosto no tenían el brillo formal del calor de septiembre, mientras que su contra parte, el instruido y carismático vendedor de libros, Alberto Ordoñez, encontraba un sin sentido los inmensos grafitis tristes del puente de la carrera novena con calle cien. Ambos hechos, aunque inusuales, pasaron luego inadvertidos por ambos personajes en su aventura ínfima, y no concluyeron en ellos el lento devenir del destino cruzado del encuentro fortuito que nunca debió ocurrir, ni conectaron su mirada profunda con lo que cualquiera pudiera considerar un errar de la providencia exacta.
Como un par de ondas sinusoidales en busca de sincronismo, lenta pero contundentemente, la formalidad y eficiencia del uno, se fue transformando en jardín espeso pero apacible, donde las abejas milenarias empezaron a tejer las historias de sus enanos grises, amparadas en sendos hilos de colores miles. En cambio de igual manera y en sentido contrario, los viajes espaciales y fantásticos del otro, fueron postergados minutos cientos, mientras se confirmaba por el temido departamento de contabilidad personal, que la viabilidad de aquellos vuelos imaginarios estuviera de acuerdo a la recientemente propuesta y decretada política de ajuste presupuestal.
Y así, mientras las gotas de lluvia escurrían el jardín del que iba y embadurnaban los cuadros, papeles y formatos del que venía, llegaba la hora y el momento que ambos no eran más que dos productos clones de una genética libre, hasta tal punto que sus palabras, pensamientos, dolores, chistes y redenciones, ocurrían a la misma hora y de la misma manera, sin que ninguno se diera por enterado del acontecer del otro. Incluso, tomaron el mismo avión a la misma hora, y sentados en puestos simétricos y opuestos volaron hacia algo que no era su destino, sin que tuvieran tiempo de reaccionar y hablar de la ironías inconclusas de la vida, como la del cuento aquel de dos gemelos que sin serlo, encontraron la felicidad tomando del otro el espacio necesario y ajeno que los llevaría a encontrar el tiempo y las ilusiones perdidas, y como no, la que ahora es, su inminente y desesperada muerte.

Se me refundió el papel

¿Y qué tal si un día te miras al espejo y ya no estás ahí? Y no hablo de que el espejo se haya dañado, o que por algún truco diabólico tu figura se transforme en otro rostro, en otra faz.
¿Qué tal si esa precisa mañana mientras en el terco afán de la rutina diaria, te miras como siempre a la ventana de tus sueños y descubres, que esos verdes ojos necios ya no son los mismos? ¿Qué tal si ese tu suave aliento, se siente frío y distante, y tu sonrisa no sonríe como tu sabes que sonríe, sino que se parte en una mueca sin sentido que te desconoce y se burla de tu asombro?
¿Podrás entonces acaso demostrarle al mundo jarto, que aquel hombre que se mueve distinto en tu ropa, que besa los labios de tu mujer sin mayor trascendencia, que habla con tu voz del apego que le tienes a las cosas que ahora odias, ya no eres tú?
¿O te quedarás atrapado en una maldición palpable, en una carcel sin ventanas ni salidas, en un holograma triste de un universo sin nombre, donde la verdad de tus días ha muerto, donde el amor se olvidó de tí y donde tus letras ya no significan lo mismo para absolutamente nadie?
¿Y qué tal si más bien te dejas de mirar al espejo, te terminas tu café, y sales corriendo a la oficina que ya se te hizo tarde?

El sol de la mañana

"Dime que me amas."
Mis palabras inertes en el eco reluciente de su sombra.
"Por favor, dime que me amas." -insisto.
La súplica tiene su impacto.
"Por dios alejandro, ya hemos hablado un millón de veces de esto." -responde.
Más que el peso de su enunciado, me aplasta insensato el odio fulminante de su mirada.
Horas más tarde sigo caminado zombie las avenidas de esta ciudad somnífera. Mi voz aún no me encuentra. Mis pensamientos son un amalgama espesa de mundos sin sentido. Me pregunto, afirmo, dudo, aseguro, lloro, nunca río, camino, me desvío.
Finalmente llego a mi hogar, mi ropa desnuda se tumba triste sobre el sofá blanco. El sofá que aún refleja su recuerdo. Quedo inmóvil y a la espera de que el sueño baldío me reconforte el remedo de alma que aún sostengo. Sin embargo, el sueño es como una hoguera siniestra que pone a hervir la amalgama espesa y la cuece a fuego intenso, agregando uno que otro imaginario distraído. Ella aparece desnuda regocijándose entre una colcha de manos, brazos, piernas de otros hombres y otras mujeres, que la tocan y complacen mientras ella despliega una sonrisa que se muestra como el pináculo triste de una venganza increíble. Sabe que la miro, sabe que sufro, sabe que su placer ajeno me parte el manojo de flores verdes que sostengo en mi mano. Corro hacia ella solo para descubrir, que su sudor y su cara de orgasmo se esconden detrás de la pantalla de un televisor viejo en un cuarto vacío. Ella lo reconoce y ríe. Cuando por fin encuentro el control remoto para terminar con toda esta farsa, a su vez el televisor viejo en el cuarto vacío se hunde, en otro televisor viejo en otro cuarto vacío. Y como una pesadilla estúpida sacada de cualquier episodio de la dimensión desconocida, quedo atrapado en un laberinto de ilusiones reiterativas, infinitamente agobiantes y donde la salida se esconde en la puerta de entrada en una cinta de sucesos crudos e interminables.
Me despierta el sol con sus gritos, graznidos, aullidos y gemidos. El olor a café me trae de vuelta a la realidad oscura de mis días. Aparece en la sala una mujer de mediana edad, poseedora de una belleza inquieta. Oscura pero inquieta. Sus formas aunque familiares, son distantes, más aún cuando llevo lo que parecen lustros persiguiendo a otra mujer a través de mis sueños.
"Anoche no llegaste a tu cama"
Su voz no tiene el tono del reclamo, sino más bien carga el peso de una tristeza honda y consistente.
Es carolina, mi esposa. Nos conocimos una tarde de abril bajo el sol del verano cursi. Nos amamos en el frenesí de los estudiantes pobres, haciendo el amor en los oscuros rincones de las estaciones del metro, contando monedas para compartir un simple sánduche con sabor a gloria y colándonos en las fiestas desconocidas con tal de burlarnos del vals, de los vinos, del ambiente serio y presumido de las celebraciones tristes.
Mi abuela solía decir que cuando el hambre entra por la puerta, el amor sale por la ventana. Estoy seguro que lo mismo sucede con la opulencia, el poder y todas esas huevonadas que perseguimos como si no existiera un mañana. Los grandes sueldos, los cargos con nombres de muchas letras, los compromisos infranqueables, los hijos distantes, las posturas imposibles. Ahora no tomamos el metro, muchos menos volvimos a hacer el amor en las fauces del peligro. Somos el cliché hecho pareja, y yo, la remato dejando que mi corazón se refunda en busca del amor de una adolescente sin remedio.
¿Qué hijueputa locura es esta? ¿Por qué la vida se presenta así de incompleta y desordenada? ¿Por qué, mientras carolina se desnuda suave y tierna, me besa y empieza a hacerme el amor sin afanes, rencores o recuerdos, yo, aunque presente, no puedo dejar se pensar en carla, en sus enormes labios grises, en sus palabras fuertes a la hora de venirse, en sus ojos, en sus versos, en su despojada alma?
Por el momento la que se viene es carolina. Termina y me abraza. Antes de irse se detiene inconsecuente. Me acaricia el oído con su palabras.
"Te amo, siempre te voy a amar precioso. Me hiciste acordar de nuestras tardes en paris y su metro. Qué delicia!!"
Y yo, que al parecer también tuve un orgasmo precoz e intrascendente, me quedo ahí esperando que el sol se calle un segundo sus acusaciones febriles y sus reproches secos.
Yo me quedo quieto tratando que, el tiempo insensato y la vida inclemente, por fin se detengan.

Diacronía

Y si me miro profundo al espejo, no es porque quiera ahondar en mis líneas. No preciso reiterar la concepción certera de mi mismo. Ya bastante bien conozco mi geografía, mis ríos y mareas, mis vientos y climas, mis poemas.
Por el contrario, quiero saber más sobre el exterior invisible. Una cosa es mirar el mundo a través de nuestros ojos llenos de filtros de colores y velos inocentes, otra es mirarlo en vez por el minúsculo orificio que presumen los espejos muertos. Esencialmente, porque esta última realidad nos incluye. Estamos ahí presentes, como actores de un mundo que no nos pertenece y nos disculpa. Estamos ahí sin querer serlo, sin querer venderlo, sin querer hablar de ello.
Y me fundo en estudiar esta realidad que es ante todo, aparente. Quiero esculcarla. Quiero escarbar en sus luces, sombras y volúmenes esa, su certeza, su autenticidad, evidencia clara de su fatuta esencia y existencia.
¿Será? ¿Es?
¿Cómo sabemos que la realidad de los espejos es en verdad la forma inequívoca de nuestra constancia fuerte? ¿Somos quienes nos vemos? ¿Nos vemos los que nos encontramos? ¿Encontramos lo que queremos?
Y entonces espero con la atención densa. Mi mirada fija al viento inefable que surca la película que se va mostrando en la superficie lisa. Mis oídos y demás sentidos clavados de este otro lado. Intento, en un paralelo inequívoco, comparar segundo a segundo lo que veo a través del espejo contra lo que mis demás sentidos delatan sucede realmente.
¿Qué pasaría si entre ambos presentes se llega a generar alguna inconsistencia insana? ¿Si de repente la luz del estallido llega antes o después que su sonido, si de mi boca se pronuncian voces que escucho increíblemente a destiempo, si los vasos caen y se destrozan en el suelo duro reflejo y en mis manos no se rompen?
No sucede. Nada cambia. Son dos sincronías perfectas que no intercambian el menor pulso de incompensación.
Y profundizo sigo en el verde crónico de mis ojos solos. ¿Acaso tú, personaje inmóvil de mi apariencia cierta, siente lo mismo que late mi corazón absurdo? ¿Qué sonidos te abrigan en el frío incierto de tu vivencia inerte?
Guardo silencio interno. Detengo mis pensamientos. Sostengo la voz presente.
De repente me pierdo en el viaje eterno de la luz profunda. ¿Quién es quién? ¿Sigo siendo yo acaso, o me he adentrado en mi reflejo y él en consecuencia inversa, sostiene ahora mi propio universo? ¿Cómo hago para saber si lo que veo a través del espejo sigue siendo este plano paralelo, o es ahora la ventana cierta a la verdad conciencia? ¿Habré quedado atrapado en otro irreal firmamento, y será mi existencia alternativa la dueña ahora de mi mundo, mi piel, mi gato, mi mujer, mi ser?
No lo puedo descifrar. No tengo puntos de comparación o conciencia plena de lo que acaba de suceder. Y al final concluyo, no importa. Porque mundo, piel, gato, mujer, ser, también existen plenos a este otro lado del viento.
Antes de apartarme del espejo ante tal posible acontecimiento, miro por última vez mi reflejo. Me responde con una pícara sonrisa, como si él supiera lo que no es cierto. ¿O soy yo acaso, quién se está sonriendo?