Al mismo tiempo

El tamborileo de los dedos del general en su escritorio de mando, calaba en la preocupación incesante de todos los presentes con la misma angustia que resbala una gota de metal ardiente en un papel mojado. Era su única expresión. Sus ojos se habían quedado castigados en una emoción indescifrable, en un punto cercano al estado de congelamiento, en un limbo cartesiano sin norte aparente. Su cuerpo le hacía remedo. Absoluto, metalizado, lejano de toda flexión, de todo rompimiento.
Sin embargo, su estómago se consumía en un miedo trascendente, espeso, sonso. El resonar de sus dedos se abría paso entre una jungla de lo que nunca fue o sería jamas. Su cabeza era una horda de mosquitos babilónicos, inquietos e inmanejables, que zumbían entre los recuerdos de su familia, la gravedad de los hechos, las flores en el ático y el amor poco frecuente. De repente el teléfono, tan rojo como lava ardiente, estalló en un grito resonante que terminó de regar el hierro hirviente sobre las almas escuálidas de hombres impotentes. Sus dedos se detuvieron, al igual que los mosquitos de su cabeza que cayeron al suelo todos al mismo tiempo. Se dispuso a contestar con la misma velocidad que se cae al sepulcro.

Esteban también sentía los mosquitos en su estómago, pero revoloteaban de una manera diferente. Cargaban en su aleteo la ansiedad del primer amor mezclados con el inevitable destino de la adultez. Para calmar su espera, se había desnudado varias veces frente al espejo y practicaba cada movimiento que recordaba haber visto en los canales sin sentido que lo acompañaban en sus veladas adolescentes. Quería prever cualquier imprevisto, cualquier mal movimiento que delatara su condición de principiante, de novato, de no conocedor de los artes del amor.
Al otro lado de la ciudad, Adriana también sentía los pellizcos de sus insectos gástricos. La hacían sentir frágil, liviana, como de otro mundo. Cada paso que avanzaba, cada centímetro que se adentraba en su destino, parecía una nota musical en degradé de una sinfonía sin nombre que no lograba descifrar, y que sin ella o nadie supiera, solo tenían significado en la profundidad de su muerte.

La mirada del general, que otras veces mataba por su insonoridad y ausencia de color, esta vez los arrasó con su elocuencia y tristeza. Si se quedó quieto en un principio, no fue porque quisiera seguir capoteando los avatares del destino con su respiración inquebrantable y su aliento de león dormido. Realmente y por primera vez en su vida, el miedo lo había postrado en una agonía melancólica que terminó por hacerlo recordar aquella tarde sonriente en la que su madre le mostró por siempre el verdadero rostro del amor.
Los gritos de sus oficiales lo hicieron devolverse a través de un laberinto gris y ponzoñoso, enmarcado por emociones febriles, las alegrías crueles y la estúpida mirada de satisfacción que brinda el poder absoluto. Sus palabras no alcanzaron a martillar la importancia de sus órdenes. Más bien parecieron unas mariposas entretenidas en adornar las flores del destino. Tanto así, que sus capitanes se resistieron en un principio a creer sus órdenes. No por las implicaciones inefables de su destino, sino porque quien las impartía más que una sentencia de muerte, parecía estar dictando una poesía agónica. Finalmente las palabras retumbaron -"Empecemos con el protocolo de destrucción".

Adriana sonrió mucho más allá que su dolor. No porque fuera fácil ausentarse de los mordiscos enfáticos que le quemaban la entrepierna, sino porque podía por fin ponerle un nombre a todo ese amor que le desgarraba el sentimiento. Se sentía plena en los brazos de aquel flaco adolescente. No se percató de la ausencia de maestría de su amante, no se detuvo en la torpeza de su vuelo o en la falta de certeza que tuvo esteban al momento de desnudar su corazón. Solo le importó saltar al brillo de sus ojos, entregarse y entender que la vida solo significa segundos de emoción, soltar todo aquello que la tenía prisionera, asumir su verdadero rol.

Los cohetes infernales salieron disparados en todas las direcciones. Cuales lobos hambrientos buscaron toda prueba de vida, todo rastro y olor.
Primero acabaron con las ciudades más importantes. millones morían mientras veían sucumbir a la especie que se creyó amo del universo. Entre estruendos, gritos e infamias, se acababa cada sueño, cada poesía, cada recuerdo. El general prefirió morir ante un balazo rastrero y traicionero que no dejó a los mosquitos de su corazón recuperarse. La guerra final por fin habría de terminarse.
Esteban y Adriana nunca dejaron de sonreir. Entre sus cenizas sobrevivió un olor a gardenias al amanecer, mientras que en el vientre de adriana un pequeño destello de luz marcaba el intento de vida del último hombre vivo sobre la soledad terrestre.