un once de septiembre

i.
Y la vida se le pasaba día a día. Se le escurría entre los dedos como una miel espesa y densa llena de sus miedos y derrotas, más sin embargo transparente y dulce, cargada con ese hilo de esperanza y buena vibración que hacía que la mierda que se limpiaba de entre los dientes le supiera a gloria.
Los postes de luz que ingresaban en la ventana del bus en el que transitaba asemejaban lánguidos compañeros de una historia mal contada, o quizás bien contada pero mal vivida, o de pronto bien vivida y bien contada, pero aún una historia lejana y suelta en la que él ahí permanecía (andrés) aún allí sentado, a lo lejos, inmerso en el bosque peculiar de gente que puebla el transporte vespertino, sólo, reflejando la transparencia de una entidad invisible, loca, incongruente a este reflujo de mala pasión, quieta pero ausente, profunda e irreverente, obstinado él en que los postes aún solemnes y tranquilos le dijeran algo, le comunicaran, le contaran de una vez por toda cual era este puto secreto de su ser, le soplaran dónde estaba la respuesta, qué camino tocar para que se abriera. Ahí tonto y loco, como un perrito pobre esperando el bocado sucio de un amo inexistente.

La noche es no más que un artilugio de pasión fingida (como casi todo), un esquema romántico y tenebroso donde las almas insisten en perderse sin parar. Tan diferente al día, absurdo en sus colores imponentes, frágil en el viento cálido, sonrisas de lo pájaros trinando en su lengua incandescente. Y sin embargo, ambos fenómenos efímeros de un planeta vagabundo. Ambos recuerdos de un destino irrefutable: noche y día, espectros tenues de nuestro parecer insulso.

Pero Andrés no solo era Andrés. Andrés era Emilio, o mejor aún, Emilio era Andrés: lo seguía, lo añoraba, lo pensaba, lo transitaba, lo miraba, lo recordaba. Y mientras Andrés se mantenía flotando en esa agonía inconclusa de viernes por la noche, Emilio simplemente se disolvía en una muerte sincera en la que iba en un bus que no transitaba y vivía una vida que ya había olvidado.

Emilio y Andrés caminaban ahora juntos, cada uno perdido en su propio recuerdo. Andrés se mantenía erguido en un carnaval de malos momentos. Las frustraciones de una cotidianidad vagabunda,  efímera, irreal. Emilio en cambio transitaba las rutas de su memoria, aquellas que le dan significado lúcido a lo que para otros no son más que hechos irrelevantes de un acontecer errante.
En su recuerdo era Abril, había sol, el viento parecía danzar en un ambiente de calidez insensata. Los colores eran vivos, o por lo menos así él los recordaba. La pared extrema de su cuarto derecho se inundaba con los contrastes que los chorros de luz dejaba a su paso. Tierra seca a ese río de resplandor fosforescente, pero también, islas incongruentes del reflejo sordo se iban formando a medida que Emilio jugaba con su revolver. Sonreía a pesar de todo. Acababa de tener una fuerte discusión don Helena, aquella su mujer. Los gritos se habían propiciado por el mismo revolver con que ahora Emilio jugaba a pintar figuras de luz en la sombra floja de su cuarto inerme. Para ella no había razón suficiente, no había porqué certero, no entendía qué sentido tenía mantener un arma en su casa, en aquel su hogar, al alcance del niño, muerte sembrada en un estúpido juguete inmóvil.

Filas y filas desordenadas de gente parecen un hormiguero mal distribuido. Entre ellas se mezclan dos insectos más que, sin saber como, llegan a casa. Y aunque parecieran que llegan al tiempo, uno aterriza mucho más primero que el otro, uno baja de su mente, el otro se queda estacionado en el sol de abril.

Cuando por fin Emilio decidió ver que estaba haciendo Andrés, el resplandor de su memoria se apagó de repente. En el mismo cuarto, en la misma pared, con el mismo revolver, Andrés ahora introducía el arma en su vientre. Emilio cerró los ojos a esperar que el impacto del disparo lo llevará directo a los mismos infiernos.