mayo15

La mejor forma para matarse, Andrés pensó, era tragarse su argolla de matrimonio. Aparte de ser un gesto simbólico que le dejaría a todos claro que su incompetencia como esposo ideal, y como hijo, y amigo, transeúnte y hasta como pajarraco ideal, era la pieza clave de su suicidio, supuso además ser una forma poco ortodoxa y original de abandonar el espeso y absurdo sentimiento que nos esmeramos mantener con vida (como si eso importara en algo). Y aunque tramó que el oro diluido en la patraña de sus jugos gástricos, o quizás una obstrucción metálica de los fríjoles con garra que había disfrutado antenoche le hicieran el milagrito, realmente lo único que logró fue tener que cagar el resto de la semana en un atado de papel periódico regado por el imperfecto ritmo de las baldosas de su baño, y a su mamá escarbándole la mierda de los fríjoles, la mierda de la garra, la mierda que era tener que soportar este remedo de vida sin sentido ni final, sin consuelo, sin descanso, sin esmero.