El cubo

En esta esquina del bar te conocí. Tenías los ojos perdidos en algún recuerdo lejano desprovisto de todo pudor y lógica. Aún así, me sacudiste con tu belleza amazónica. Varias veces tuve que gritarte para que volvieras de allá donde estabas, a donde nunca me llevarías y de donde no traerías ni por lo menos un pensamiento. Finalmente cuando por fin pude hacerme entender, me aceptaste con la sonrisa más hermosa nunca conocida.
En esta otra esquina del café empezamos a hablar. Me deslumbraste con tu simpleza intelectual, que aunque desprovista de toda disciplina o rigor, tenía la particularidad de ofrecer certezas y visiones increiblemente acertadas. Salimos a caminar en el verano de enero, tórpemente cogidos de la mano y sin más palabras que nuestras sonrisas nerviosas y una que otra mariposa que se escapaba de mi estómago.
En esta esquina de mi casa te hice el amor sin más preludios que unos discos y una taza de te. Te traté con la ternura y dulzura con la que uno alza un infante de pocos meses. Besé inquieto tu cuerpo, desnudé mi alma, mis ojos y mi razón, con tal de poder ingresar no solo por tu puerta, sino meterme por cada ventana, cada desagüe, cada pequeña endidura de tu palacio inmenso. La felicidad me atropelló cuando fuí tuyo, cuando te entregué todo aquello que tenía guardado para tí sin saberlo. No sé, pero creo que me estoy enamorando.
En esta esquina del planeta te dije TE AMO sin detenerme a pensarlo. Fue tan natural y espontáneo, que más tarde reportaron los noticieros que el tiempo se había detenido unos segundos haciendo que las golondrinas se estrellaran contra los ángeles y se perdieran varios veleros.
En esta esquina del parque te ví realmente por primera vez. No eras ya la adolescente imponente, ni la razón de respirar profundo cada mañana. Simplemente una mujer más, sin más sabiduría que unas cuantas pocas arrugas y la calma de su sonrisa. Estoy seguro que ahora si te amo y no podría vivir sin tí.
En esta esquina del cementerio me dijiste que era hora de partir. Que ya no soportabas mis faltas, mis erores, mi oscuridad perpetua. Que siempre habías tenido claro que el mundo te esperaba a ti sola, para seducirte de aventuras y esperanzas. Me dijiste, vete ya.
En esta esquina del bus te pienso. Recorro la ciudad desde el trabajo hasta mi casa, sin más consuelo que un huevo frito y un par de salchichas que me esperan para conversar del día a día. Entre lágrimas me acuesto. Los recuerdos me nublan el sentimiento. No encuentro el sentido de este despertar, café, corbata, bus, clientes, gritos, sopa, carne, arroz, cuentas, lluvia, bus, soledad, cigarrillo, invierno.
En esta esquina del paraíso por fin te suelto. Una vieja compañera vino a recogerme. Su nombre es muerte. Nos fuimos hablando de como nadie la entiende, de como nadie comprende su amor eterno por cada uno de nosotros, su espera, su deseo de tenernos. Me toma de la mano y tu recuerdo se esfuma, allí en la esquina final del viento. Te olvido pero sé, que siempre me amarás en silencio.