Ausencia

Un hombre camina solo por las empinadas calles de un pueblo virgen. Su paso denota el andar de un alma confundida, pero a la vez sedienta y altiva. Sus pies persiguen ansiosos, los trozos de un sentimiento refundido que él mismo no ha sido capaz de reconocer.
Por si acaso pudiera poner en duda el motivo de las circunstancias adversas, el cielo decide premiar su obstinación con un pequeño huracán en creciente, que permite a las pocas voces circundantes arrancar en grito a buscar la guarida más cercana.
En un gesto de recelo triste pero indiferente, el hombre decide detener su andar y enfocar su mirada segura al cielo tormentoso. Los ríos de nubes se pronuncian con el feroz argumento que asusta ejércitos. El hombre reconoce en sus labios, el esplendor de la lluvia mezclado con el candor de su sudor y la irreverencia de sus lágrimas. Su corazón palpita en resonancia, pero no porque se refugie en el temor de los hombres, sino porque admira su ángel valentía.
En el segundo que baja su cabeza y decide reanudar su destino, el cielo se pronuncia nuevamente a través de un grito relámpago, que descarga su ira a través de un fulminante rayo a pocos metros de su camino.
Sin importar lo cerca que le acaba de rozar la aniquilación segura, se abre paso entre el asombro de los testigos, el aullido de muchos perros y el fuego inconsecuente.
Él sabe, que su honda tristeza no encontrará asilo en la destrucción permanente del suelo de su decisión. Él sabe que su peso no lo descargará los gritos de advertencia de nubes, perros y transeúntes indiferentes. Él sabe que la ausencia de tu alma, no la calla ni la propia muerte.