Hey, apaga la luz.

Entro al cuarto y prendo la luz. Finalmente no hay mucho que ver. Solo un arrume de libros viejos y poco usados. Palabras inertes y cándidas para este viejo incierto. Nada que a la larga pueda quitarme la tos o vencer mi adormecimiento.
Y me quedo mirando la luz por largo tiempo. Tanto, solo para esperar el mejor amigo que los años pueden dar a un hombre desierto: el embriagarse triste en sus recuerdos.
Me acuerdo cuando le hice el amor a carolina. La conocí una tarde de carcajadas ausentes, miradas esquivas y cervezas ardientes. Aunque habíamos cruzado palabras muertas en cualquier clase verde, esa tarde nuestra rima fue más poderosa que los intentos. Terminamos en su cama, ella borracha e inconsciente. Yo poderoso, lleno, increíblemente apuesto. Le hice el amor a mi manera, rápido silencioso, nada extenso. Me vine sin preámbulos, sin gemidos, sin acento. Cuando me salí, la descubrí absorta en quién sabe que pensamiento. No la volví a ver. Quizás por el olor de mi desacierto. Tal vez por el temor de la ausencia en la que se fundieron nuestros alientos.
De ahí salto a mi primer entierro. Mi madre, muerta sin resentimiento. Su cuerpo suave y espeso al mismo tiempo. Sus sermones aún presentes. Lloro, pero no lo intento. Suspiro, pero no lo entiendo. Me río, pero no hay consuelo. Qué habrá después de la muerte, le pregunto al universo. Y qué si dios nos espera sonriente en la puerta del infierno. A dónde iran a parar nuestros sueños una vez hayamos mordido este anzuelo. Por qué te vas madre.... por qué no me expresas tu amor de muerto. Por qué ya tus palabras no crean surcos para mis lágrimas y mi desconsuelo.
Y ahí se acaba este viaje eterno. Para que más memorias, si ya me quedo quizas sin aliento.
Apago la luz y espero que dios allá en la puerta de su infierno, haga lo mismo con esta estúpida existencia mía y cierre el interruptor, me de paz, quizás temor, quizás sencillo, tierno y sincero arrepentimiento.