El pañuelo carmesí

Francisco era un hombre hermoso. Su insensata belleza parecía estar fuera de toda lógica universal, y sería mejor describirla a través de los límites impuestos al esplendor de ángeles y querubines, antes de ser dictada por cualquier patrón de lo que humanos y demonios consideramos un ser normal.
Su poder le fue certero aquella tarde de lluvia y temor en la que la novia de su hermano mayor desafió toda consecuencia natural, y en una explosión de atrevimientos, lágrimas y emoción, decidió enseñarle a aquel crío de doce años los pormenores del amor corporal. Fue tal la obsesión de aquella adolescente ilusionada, que un año más tarde cuando aún seguían haciendo el amor entre las maletas olvidadas del ático, ella le propuso entregarle la fortuna de su familia, la fuerza de su corazón, y hasta la vida de su perro, con tal de tener por siempre y para siempre la cándida sonrisa de aquel bello niño. Y aunque él no tenía ni la más mínima idea de como negociar en las ruletas del amor trascendental, de su alma intrínseca explotó un "no" tan profundo, que meses más tarde tendría que ser testigo del funeral atónito de la extraviada madre de su propio hijo, que no soportó la presión de cargar en su vientre el producto de tan inhumano acto.
De ahí en adelante, el ardor de su cuerpo fue explotando como una cordillera emergente entre el temblor y el ruido de la fogosidad de sus volcanes. Nunca tuvo que buscar quien quisiera entregarle su sexo. Le brotaba en cada esquina, en cada fiesta, en cada pasillo, en cada suspiro y momento. Mujeres y hombres, se apostillaban todos bajo sus pies, y él, simplemente los usaba uno a uno, a veces todos al tiempo, para abrirle la puerta a esa lujuria sin freno que dominaba su pensamiento.
Sin embargo, irremediable e incuestionable mente, su corazón parecía estarse sumergiendo en la próxima era glacial. Con el pasar de los años, sus sentimientos se iban deslizando a través de una cascada vacía y sorda, que no atendía ni a las declaraciones de amor que le llegaban en forma de dinero, cartas, promesas y sombras, ni a los llorosos ojos de sus enamorados pusilánimes que lo veían partir indiferente luego de cada ronda.
Para él el amor no era más que un pretexto. Un palabra insulsa en los cuentos que desechaba sin lamento. Un grito desesperado de las almas sin sustento.

Así y sin embargo, una mañana cualquiera de un viernes sin nombre, encontró una mirada que no pudo descifrar. Unos ojos excesivamente tranquilos ante la tormenta elocuente que significaba su presencia. Incluso, parecían cargar una pena y dolor ajenos, que contrastaban en diámetro al deseo y fulgor que generalmente desencadenaba su mirada. Y sin saber cómo y en qué momento, quedó plantado y pasmado en la ignorancia fatal, hasta que lo absurdo de su atónito encierro lo llevó a recapitular por fin algún movimiento.
Lo más extraño y confuso, fue que días más tarde habría de tener un encuentro similar con su doctora de turno. Sólo el peso de las palabras pudo abstraerlo de la ausencia de sentimiento que le originó dicho descubrimiento. "Cáncer testicular señor gómez, la situación es irremediable..."
Nunca supo que provocó ese llanto necio que apareció en el verde de su alma desnuda, si la inminente ruina de su destino, o el hecho que el dolor en la mirada de su doctora de turno tuviera la misma ausencia de esperanza de aquella desconocida que marcó su eterno nombre.
Y sin mayor preámbulo, una mano blanca inmaculada le extendió un suave pañuelo carmesí para que depositará allí su ánima. Era la extraña desconocida, que esta vez sonrió, y que parecía estar esperándolo a la salida del consultorio de la doctora de turno.

De ahí en adelante fueron inseparables. Se veían en cualquier momento y conversaban hasta el amanecer. Él recordando sus inútiles conquistas, enumerando la inquietud de sus orgasmos, burlándose de la insensatez del querer humano. Ella narrando unas historias carentes de toda lógica, escondidas en los anaqueles de la imaginación y que nunca hablaban de sus temores o sus deseos. Siempre de extraños sin procedencia, absortos en la infinidad del tiempo y el espacio, sin vínculo aparente a su presencia.
Él se iba ahogando en su enfermedad y en la ternura con que aquella hermosa mujer le acariciaba el pelo. Ella, siempre inmune a las certeras flechas que le lanzaban los ojos desesperados de aquel agonizante ángel.

Finalmente el dolor de su cuerpo hizo que su corazón pronunciara las palabras que sus labios jamás habían podido tocar. En un "te amo" silencioso pero elocuente, Francisco descubrió que su belleza ya decadente, no era nada ante estas gotas de lluvia que sentía caer en su alma, en este estallido de júbilo que apaciguaba la agonía de su físico, en este sol que iluminaba aquel oscuro recuerdo de lo que jamas fue y ahora dejaba de ser para siempre.

La muerte le ayudo a ponerse de pie, tomándolo con su suave y blanca mano. Juntos se fueron alegres caminando, mientras el mundo entero alrededor de su cama empezaba un remolino de gritos, llantos y ausencias.

Se fueron a hacer el amor allá en un lugar que nadie recuerda. Él por fin completamente lleno en el sentimiento entero, la muerte, preguntándose que era aquel salpullido que le empezaba a brotar en el lado izquierdo de su inmaculado pecho.