mayo16

Y si pierdo la fe en el amor, no es porque haya encontrado en tu insulso devenir la piedra que haya de incomodarme dentro de mi ajustado zapato. Pierdo la fe en el amor, porque al fin al cabo solo somos seres humanos, tan frágiles, tan extraviados, tan llenos de pasión y sentimientos ausentes de lógica, que hace miedo seguir el camino de mano de alguien que en cualquier momento te va a soltar. No quiero navegar en la oscuridad de mis pensamientos. Todo lo contrario, quiero ser libre en el mar de mis angustias.

mayo15

La mejor forma para matarse, Andrés pensó, era tragarse su argolla de matrimonio. Aparte de ser un gesto simbólico que le dejaría a todos claro que su incompetencia como esposo ideal, y como hijo, y amigo, transeúnte y hasta como pajarraco ideal, era la pieza clave de su suicidio, supuso además ser una forma poco ortodoxa y original de abandonar el espeso y absurdo sentimiento que nos esmeramos mantener con vida (como si eso importara en algo). Y aunque tramó que el oro diluido en la patraña de sus jugos gástricos, o quizás una obstrucción metálica de los fríjoles con garra que había disfrutado antenoche le hicieran el milagrito, realmente lo único que logró fue tener que cagar el resto de la semana en un atado de papel periódico regado por el imperfecto ritmo de las baldosas de su baño, y a su mamá escarbándole la mierda de los fríjoles, la mierda de la garra, la mierda que era tener que soportar este remedo de vida sin sentido ni final, sin consuelo, sin descanso, sin esmero.


Tres clavos

Él sabia, que la decepción de su padre no provenía de la falta de rigor lógico ante la tentación suave, sino que emanaba de la más grave falta que cualquier hijo incrédulo proporciona a su tutor precavido: la desobediencia rasa. Esta mal interpretación, le parecía, seguro se traduciría en siglos y siglos de angustias duras y versículos revueltos.
Pero no era esta hora de ajustar cuentas o enmendar enredos literarios. Su muñeca izquierda palpitaba en un dolor sacro desproporcionado, que se mezclaba con el miedo de su sangre y el fulgor de la muerte próxima. Ya había dejado atrás el irremediable y penetrante tormento de las heridas de su espalda, y la corona de espinas había logrado postrarse en su cabeza de manera tal, que no sentía más que una incomodidad pasajera como quien convive con una pieza de ropa sobre ajustada.
A medida que los martillazos amplificaban su tortura de manera despiadada, sus apóstoles comentaban a la lejanía que cómo era que un ser humano que había sido capaz de alimentar hordas de escuálidos seguidores con dos peces, medio pan y un vaso de vino, soportara tanta crueldad sin gestionar medio milagro atravesado. Algunos hicieron conjeturas sobre la grandeza de soportar las tentaciones miserables, o sobre la entereza de llevar en su muerte la redención necesaria. Sin embargo, Pedro, su mejor confidente, amigo y compañero de rumba, tenía claro la razón de su infinita apatía: el desamor.
Habían pasado cuarenta penosos días desde que María la Magdalena le había confesado a Jesús el Cristo, que ella había sucumbido ante la belleza inmediata de Judas el Iscariote, y le había hecho el amor de manera desenfrenada y enérgica mientras miles de aldeanos se agrupaban alrededor de los hermosos sermones.
Cuarenta días en que Jesús el Cristo había ahogado su pena, furia y dolor en los desiertos del vecindario. Había detenido el tiempo, secado ríos e incendiado nubes. Había construido castillos de oro y lluvias de dinosaurios, e incluso, había transformado a siete prostitutas a imagen y semejanza de maría la magdalena, buscando algo de protección en la lujuria desenfrenada. Nada le había calmado el corazón.
Por eso, cuando los soldados romanos lo arrestaron, llevaron, torturaron y pusieron encima de una cruz, él no había emanado palabra, obra o emisión. Simplemente no encontraba otra salida al infalible dolor del alma.
Finalmente, mientras la sangre de su muñeca izquierda había palidecido y su cuerpo cansado empezaba a sucumbir a la inminente muerte, un dios hecho hombre descubría que labrar la tierra con angustia, buscar el alimento con dificultad y parir los hijos con dolor, no eran un crédulo castigo para una raza de seres que vive y muere por el simple, llano y bendito amor.

Ausencia

Un hombre camina solo por las empinadas calles de un pueblo virgen. Su paso denota el andar de un alma confundida, pero a la vez sedienta y altiva. Sus pies persiguen ansiosos, los trozos de un sentimiento refundido que él mismo no ha sido capaz de reconocer.
Por si acaso pudiera poner en duda el motivo de las circunstancias adversas, el cielo decide premiar su obstinación con un pequeño huracán en creciente, que permite a las pocas voces circundantes arrancar en grito a buscar la guarida más cercana.
En un gesto de recelo triste pero indiferente, el hombre decide detener su andar y enfocar su mirada segura al cielo tormentoso. Los ríos de nubes se pronuncian con el feroz argumento que asusta ejércitos. El hombre reconoce en sus labios, el esplendor de la lluvia mezclado con el candor de su sudor y la irreverencia de sus lágrimas. Su corazón palpita en resonancia, pero no porque se refugie en el temor de los hombres, sino porque admira su ángel valentía.
En el segundo que baja su cabeza y decide reanudar su destino, el cielo se pronuncia nuevamente a través de un grito relámpago, que descarga su ira a través de un fulminante rayo a pocos metros de su camino.
Sin importar lo cerca que le acaba de rozar la aniquilación segura, se abre paso entre el asombro de los testigos, el aullido de muchos perros y el fuego inconsecuente.
Él sabe, que su honda tristeza no encontrará asilo en la destrucción permanente del suelo de su decisión. Él sabe que su peso no lo descargará los gritos de advertencia de nubes, perros y transeúntes indiferentes. Él sabe que la ausencia de tu alma, no la calla ni la propia muerte.

Who are u love?

No soy la nada, no soy el todo.
Soy el bombillo de luz ténue en la fuerte lluvia, el asiento de plástico que vuela por la playa, el grito en la muchedumbre.
Soy nada, soy todo.
Soy el tatuaje que sangra y resplandece, soy el chat urgente sin respuesta y qué, soy las aspirina necesaria enterrada en el barro azúl inminente.
Qué es la nada, qué es el todo.
Dónde guardas tus sueños dios, de qué están hechas tu noches oscuras y a quién pretendías engañar con esto llamado vida.
De qué te escondes sin más remedio belcebú, por qué lloras en las mañanas frías, quién te cura las heridas putrefactas de tu corazón, por qué me hablas, me miras y luego te ríes.
Dónde hay entonces que buscar las respuestas. De qué están llenas las alacenas. Dónde se puede comprar una tonelada de esperanza, un corazón infranqueable y media docena de sonrisas feas.

you are wild

Toco la puerta y no hay nadie. Adentro no hay nadie, solo tres docenas de mis miedos, una flor y el recuerdo eterno de tu voz.
Y sin embargo entro. La flor me alumbra todo el camino. Mis miedos se me lanzan en picada, como una manada de perros tiernos hambrientos de amor.
No tengo otra cosa que hacer que mirarlos uno a uno. Dejarme besar el cuerpo con sus espinas, dejarme mortificar el alma con su dolor.
No sé por qué he vuelto. No sé por qué no he salido corriendo a buscar otra vida, otro cuerpo. No sé por qué vuelvo e insisto y me mantengo.
I am not going to dye. You are wild, I am nobdy.
Mis lágrimas vienen al rescate. Mis ojos sienten tu dolor.
Y sin embargo, el vacìo sigue ahí, sigue presente, como una tela inefable que habrá de recoger todos mis gritos, mis palabras, todo mi ser.
Quisiera que te bajaras de esa foto y vinieras a verme. Quisiera que el recuerdo de tu voz pudiera abrazarme, pudiera contarme cuantas veces caminaste el mundo esperando calmar mi llanto, cuantas veces me perseguiste desde la nada, cuantas veces gritaste lo orgulloso que estabas de mí, sin que yo pudiera escucharte, cuantas veces viniste a darme tu amor. I also love u dad...
I am going to dye, and you are wild and I am everybody.

Wrong way Right way

Ana María sostenía entre sus manos el tarro metálico con diseños de snoopy en el que habían acordado mantener las pastillas. Cloracepam y Citalopram, mejormente conocidos por ellos como el dúo pam parampampam pam pam, eran dos nombres enredados ajenos a toda poesía y toda lógica, que parecían ser más una mala receta contra el cólico miserere, y no, los certeros portadores de la bienaventurada paz.
Ana María y José Miguel se habían conocido un par de años atrás, en la organización de un concierto de rocanrol organizado por una beneficiencia. La noche de su primer encuentro terminaron haciendo el amor en el baño de una pizzería barata, después de una grande de salami y queso y media docena de cervezas cada uno. Desde ese mismo instante, en el que absurdo hecho que la erección de José Miguel mantenía intacta aún después del duelo, la risa fue un ingrediente importante en la estabilidad emocional de ambos. La locura a penas podía sostenerlos. La moto de José Miguel estaba siempre lista para cualquier ocurrencia, como la de irse un martes a las tres y media de la mañana a desayunar a la plaza de mercado de girardot, o la de hacer el amor en las playas de cartagena, sin más presupuesto que unos miles de pesos para la gasolina del viaje ida y vuelta.
Muchos amaneceres encontraron a Ana María contando los tatuajes amazónicos de José Miguel, así como muchos atardeceres encontraron a José Miguel inventando historias inconclusas e ilógicas para Ana María. La risa y felicidad, parecían existir solo para sucumbir a sus deseos. Viajaron, leyeron, copularon y hasta se vendieron, con tal de vivir juntos siempre desde el principio hasta el final de los tiempos.
Más (y aún) y sin embargo, la eternidad es más cercana de lo que muchos creemos. El temperamento de José Miguel empezó a variar entre la alegría sin límites, el esfuerzo desmesurado por no hacer nada y la melancolía asincrónica. Así por ejemplo, aunque el sexo siguió teniendo la tonalidad ilógica y despiadada de siempre, más de una vez José Miguel se levantó en pleno acto, y sin importarle cuan medio desnudo o erecto estaba, se dedicaba a recorrer las calles solas sin mayor objetivo que el de calmar sus fuegos internos. De igual forma, empezó a perder el juicio de la consecuencias de sus actos. Otro par de ocasiones estuvieron a punto de morir de pánico y de atropellamiento, al José Miguel tomar riesgos innecesarios en su conducción motociclística.
Ana María, quién a principio aún veía todo con el asombro de quien se asoma por primera vez a la locura inocua de la adolescencia tardía, solo cayó en cuenta de la gravedad del problema, aquella tarde ilusa en la que José Miguel destruyó a puños su colección de vasos cerveceros al regresar de un altercado mínimo en un partido de fútbol de barrio. Aunque nunca le tocó un pelo, esas alteraciones inclementes de violencia, empezaron a sembrar en Ana María un pánico atroz, que incluso la postró por primera vez en diez años un viernes en su casa, con tal de no confrontar la posibilidad de que José Miguel terminara en problemas por su alteraciones de genio sin control. Lo peor, era que esas alteraciones traían consigo la posterior entrega a un más desagradable demonio. Luego de cada explosión, José Miguel se clavaba de lleno en la piscina de la total tristeza y apatía. No había programa de televisión, concierto de rocanrol, desnudez de Ana, contada de historias o tatuajes lo suficientemente potente para sacar a José de la cama. Era la asquerosa e intolerable calma, después de la feroz e incontenible tormenta. Era un pequeño infierno.
"Trastorno de ansiedad, combinado con algunos episodios de depresión moderada", fue el dictamen del doctor sin nombre, quién estampillo el dúo pam parampam sin dolor o calor en una receta médica.
Decidieron por primera vez enfrentar la vida como la deciden enfrentar supuestamente los adultos; con la valentía necia y terca de quien cree toda consecuencia es producto de una causa manejable. Sacaron al alcohol de sus vidas, ordenaron de forma diferente la sala de su casa, vendieron la moto y decidieron intentar jugarse la vida de una forma más responsable y austera, buscando la paz interior en el concepto que ambos más odiaban, la serenidad.
Poco a poco las pastillas empezaron a tener su efecto. José Miguel empezó a mantener un tono más calmado, y las depresiones empezaron a quedar escritas en los anuarios del pasado, como cuando se acuerda uno de sus pataletas de su niñez. La vida fue pasando de un arco iris intenso de todos los colores, a un gris pálido estable sin mayores saltos cromáticos. Incluso el sexo, empezó a regularse por completo. De las viejas épocas de hacer el amor en cada baño de un mismo centro comercial, un día se encontraron acostados a la misma hora, el mismo día de la semana, en la misma pose y tomándose la misma cantidad de tiempo. Y ante el chiste de Ana de mirar el reloj y decir "bueno, que pose es la que hacemos a las ocho y media?", José Miguel solo reaccionó con una sonrisa sin lamento. Ella empezó a sentir, que el amor se volaba por las rendijas del suelo.
Por eso, al oscurecer el cielo, Ana María intentaba encontrar en la suave sonrisa de snoopy una palabra de aliento. Habían ambos preferido vender el infierno y comprar un pequeño pedazo de cielo. La duda surgía,¿qué tan buen negocio era, qué tan justo era cambiar felicidad por tranquilidad, era acaso preferible quemarse en el subsuelo, al son del vallenato puro, la lujuría incontrolable y la locura sin esfuerzo, o morirse de tedio y aburrimiento en un paisaje blanco e inmáculo, unas alas muertas y el bamboleo eterno de un arpa sin imaginación o lamento?
Snoopy no decía nada. Las lágrimas de Ana María cortaban el silencio.
A medida que sus suspiros se dejaban llevar por el viento, sin pensarlo pero obedeciendo a su último deseo, snoopy empezó a vomitar las pastillas grises que a través de la ventana se aventuraron a dominar el vacío suculento.
Meses más tarde José Miguel y Ana María murieron en un accidente violento, intentando demostrar que se puede hacer el amor e ir conduciendo.
Llegaron al infierno entre las risas puras que brinda el amor verdadero. Sin límites, sin cadenas, solo mágico y puro entendimiento.