Y entonces...

Qué tantas palabras pueden definir la vida. Cuántas palabras pueden expresar la muerte.

Hace 14 millones de años, un pedazo de materia desconocida, inerte, eterna: estalló. Y en ese inmenso gran salto dió origen al tiempo y al espacio, y claro está... a este confuso sentimiento neuronal que hoy conocemos como la vida.

Pero este conocimiento intrépido, esta historia dominada, este génesis sin dios ni paraiso, es a la larga, realmente inútil. Inútil porque aunque el big bang representa la capacidad del ser humano de reconocerse y conocerse a si mismo y a su entorno gracias a su volatil imaginación, su eterna curiosidad y creciente inteligencia, a la larga nos deja sumidos en un océano de preguntas decadentes, descoloridas como el degrade más exiguo pero a la vez estridentes y resonantes en el eco de nuestra propia ignorancia.

Sabemos tanto de nosotros mismos, pero estamos tan lejos de obtener una respuesta satisfactoria a nuestra propia conciencia, que la vida se nos ha convertido a muchos en un ying yang de sabiduría racional atravesada por el vacío de los aguaceros emocionales.

En algún lugar del universo, un par de naves espaciales conocidas como los voyagers 1 y 2, recorren sin descanso el intrigante laberinto de la nada, y como un par de ratones ciegos en un caño de una ciudad sin nombre, llevan consigo el testimonio de una raza diáfana que logra nombrar y clasificar las estrellas más grandes y a los átomos más pequeños, pero sigue refundida en el horror de la guerra y el dolor que causa la muerte.

No es este un llamado a detener la ciencia o una cruzada en contra de su grandiosa carrera hacia el conocimiento. Es un grito a favor del regocijo filosófico, de la ética profunda y sobrecogedara, y de la verdadera sabiduría de la religión milenaría. Los 640 años luz que nos separan de la gigante betelguise, resonante de la poesía famélica que se recita el cinturión de orión, sumados a las setecientos mil minas quiebra patas que se creen sembradas en el territorio colombiano, simbolizan una ecuación matemática de resultado más bien negativo y caracter triste y vagabundo.

NO SABEMOS nada de lo que pasó antes del big bang, de igual manera como no sabemos criar a nuestros hijos para que dejen de masacrarse los unos a los otros y respeten al planeta y sus habitantes. NO SABEMOS si existe la vida en los planetas exógenos que orbitan la lejana Gliese 876b, y tampoco hemos aprendido a que el poder y el dinero están lejanos de ser el verdadero sentido del acontecer humano. NO TENEMOS certidumbre sobre la posición y momento de las partículas subatómicas, así como el veradero valor del arte se diluye en el pragmatismo metodológico que se apodera de nuestras acciones y emociones y las domina a través de una nueva música, literatura y cine sin alma o color.

Sea pues este un llamado angustioso a un conocimiento plural. A una mirada al infinito universo cargada de saber racional, pasión espiritual y ética humana. Al ser, verdaderamente humano. Hombre, animal, ser.